Cuando hablamos de heridas que hemos sufrido, todos pensamos en golpes, arañazos y en definitiva, daños usualmente físicos que hemos tenido que soportar en determinadas ocasiones, ya sea por accidentes, por peleas, por caídas, etc… Sin embargo, también hay otro tipo de heridas, las emocionales, las psíquicas, que nos pueden llegar a dañar tanto o incluso más que las físicas, puesto que muchas veces no se le da la misma importancia. Ocurre que cuando sufrimos esas heridas sencillamente lo dejamos pasar, tratamos de recuperarnos lo mejor que podemos y seguimos adelante, porque es más fácil fingir que estamos bien cuando el daño lo llevamos por dentro y no se puede ver en nuestro cuerpo al primer vistazo. Pero ese daño, esa herida, siempre deja huella.
La huella es precisamente lo que llamamos trauma, la consecuencia de una herida psíquica que nos ha producido un suceso o una serie de sucesos vividos en el pasado, que nos han marcado de manera definitiva y nos han provocado un daño importante en nuestra manera de pensar y sentir, daño del que todavía no nos hemos recuperado. El trauma puede venir dado de muchas formas, al igual que las heridas físicas. Podemos tener un trauma por llevar una infancia difícil, por haber sido golpeados durante esa etapa de formación, o simplemente por el ataque puntual de un perro que nos hiciera daño, y eso desembocara en un terror hacia ellos que supera todo lo soportable para nosotros. Los traumas son complicados de sanar, sobre todo si los obviamos y no le damos importancia, pero siempre hay formas de intentar superarlos.